Los tablaos flamencos actuales son herederos de los antiguos cafés cantantes. Surgieron entre finales del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX, entre 1860 a 1920. Estos espacios eran conocidos por su ambiente animado y su nacimiento responde a la creciente demanda de espectáculos nacionales por parte del público foráneo.
Este interés hizo que las actuaciones ganaran popularidad y proliferaran locales de este tipo, creados a imitación de los cafés-espectáculo parisinos. En ellos, se celebraban espectáculos de una amplia gama de géneros musicales, como zarzuela, cuplé o la canción popular, convirtiéndose el cante y baile flamenco en la atracción principal, aunque no en todos se disfrutaba de una actuación flamenca.
El auge que obtuvieron los cafés cantantes representó toda una revolución en el mundo del flamenco, haciéndolo pasar de un ámbito privado al público. En un principio, las actuaciones de cante y baile flamenco se llevaban a cabo en fiestas o celebraciones privadas. El surgimiento de los locales fue crucial para dar visibilidad al arte flamenco, ya que fueron las primeras salas a las que acudía público para ver actuar en directo a estos artistas.
Esto dio lugar también a la consolidaron de la profesionalización y nacimiento de muchas grandes figuras de este arte, ya que, gracias a estos puntos de encuentro, el flamenco comenzó a ser conocido, valorado y exportado.
El apogeo de los cafés cantantes sirvió también para que los artistas andaluces comenzaran a cantar flamenco para el público. El éxito fue tal que no había ciudad andaluza que no tuviera un local de este tipo.
Investigadores como Gamboa indican que fue en la década de los años setenta, del siglo XIX, cuando surgieron los auténticos cafés de cante jondo. En Sevilla, los cafés de Silverio, del Burrero, el Kursaal, el Lope de Rueda, el Variedades o el Suizo llenaron las noches sevillanas de arte y diversión. Pero no fueron los únicos, ya que existieron alrededor de 300 repartidos por toda la península, como el Chinitas y la Marina en Málaga o el Imperial en Madrid.
La estética de estos establecimientos se asimilaba a la que tienen los actuales tablaos flamencos. Al fondo había un escenario hecho con tablones de madera donde actuaban artistas, de ahí lo que se les denominara los bailaores de tablao. El espectáculo tenía dos cuadros de baile, uno flamenco y otro bolero, dirigido generalmente por un prestigioso bailarín o coreógrafo y normalmente los bailaores/as se acompañaban al cante.
Entre los artistas que destacaron en el auge de los cafés cantantes señalar están Joaquín el Feo, Manuela Valle, la Mejorana y la Niña Robles.
Aquellos primeros cafés cantantes surgieron en la denominada Edad de Oro del Flamenco, porque fueron años en los que este arte evolucionó en todas sus facetas, tanto en el baile, el cante como en la música. Fue también muy importante para fijar los estilos y formas del arte flamenco, tal y como se conoce hoy en día.
El baile fue, sin duda, el más beneficiado. Si al principio, el cante copaba las actuaciones, poco a poco el baile se convirtió en el máximo atractivo para los asistentes a estos antiguos cafés cantantes. La pasión de los bailaores sobre el escenario era algo que no pasaba desapercibido para el público, motivo por el cual comenzó a restarle protagonismo al cante.
También se incorporaron nuevos complementos que enriquecieron la estética al baile flamenco. Apareció la bata de cola, otorgando un plus de elegancia y espectacularidad a la interpretación de la bailaora.
Otros elementos como el mantón, imprimía gracia y encanto al baile flamenco, o el sombrero, que acentuaba la expresión artística del bailaor o bailaora.
Hay investigadores (Martínez de la Peña, 1969) que apuntan que, durante el apogeo de los cafés cantantes, el baile ganó mayor precisión del ritmo y complicación de la técnica, así como comenzó a diferenciarse el baile de hombre y de la mujer. En este sentido, las bailaoras utilizaban fundamentalmente brazos, cabezas y caderas, mientras que los bailaores se centraban en los pies buscando el virtuosismo en los mismos, destacando los pocos desplazamientos por el escenario e imperando la plástica y la compostura más que el movimiento.
La guitarra fue otro elemento que evolucionó y ganó visibilidad. Se convirtió en el acompañamiento clave para el cante y el baile en aquella época. Ahora sería inimaginable pensar en un espectáculo flamenco en el que no esté presente este instrumento, pero en su origen al cante solo le acompañaban las palmas.
En los cafés cantantes, los bailes más populares eran los festeros, destacando el tango flamenco, un estilo con aire muy picaresco en el que se utilizaba el mantón y el sombrero. Este baile era interpretado por mujeres, entre las que destacaron Rafaela La Tanguera y Concha La Carbonera. Otros estilos que triunfaron durante esta época fue el zapateado, las alegrías, la soleá o los tientos.
Los cafés cantantes comenzaron a decaer en la década de 1920. La llegada del cine y la radio contribuyó a reducir la afluencia de público a estos establecimientos. Sin embargo, a partir de los años 60, resurgieron los actuales tablaos flamencos, herederos de aquellas primitivas ‘catedrales del duende’.
Aunque existen muchos locales de este tipo en diferentes rincones del mundo, hay lugares que son un ‘must’ para acudir a un tablao flamenco. Es el caso de Sevilla, una ciudad que mantiene desde el siglo XVIII un idilio con este arte. Aquí surgieron los primeros cafés cantantes, de los que tomaron el testigo los tablaos que salpican la capital andaluza.
Entre ellos destaca El Palacio Andaluz, un emblemático edificio cuyo interior guarda la estética de los antiguos cafés cantantes sevillanos, con espacios decorados con estilo y sello andaluz. Un lugar idóneo para disfrutar de un espectáculo flamenco, mientras tomas una copa o degustas una cena.
Por tanto, si quieres sentir el arte flamenco en toda su esencia, sigue nuestra recomendación, reserva tu entrada y visita nuestro tablao flamenco. Vivirás una experiencia única.
Fuente: Artículo publicado en el número 12 de Revista De Investigación Sobre Flamenco «La Madrugá», páginas 139 a 153, diciembre de 2015.
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